
FUENTE: Basado en el Discurso Maestro de Jesucristo (E.G. de White)
ESTRECHO ES EL CAMINO QUE LLEVA A LA VIDA
"En los tiempos de Cristo los habitantes de Palestina vivían en ciudades amuralladas, mayormente situadas en colinas o montañas. Se llegaba a las puertas, que se cerraban a la puesta del sol, por caminos empinados y pedregosos, y el viajero que regresaba a casa al fin del día, con frecuencia necesitaba apresurarse ansiosamente en la subida de la cuesta para llegar a la puerta antes de la caída de la noche. El que se retrasaba quedaba afuera.
El estrecho camino ascendente que conducía al hogar y al descanso, dio a Jesús una conmovedora imagen del camino cristiano. La senda que os he trazado, dijo, es estrecha; la entrada a la puerta es difícil; porque la regla de oro excluye, todo orgullo y egoísmo. Hay, en verdad, un camino más ancho, pero su fin es la destrucción. Si queréis seguir la senda de la vida espiritual, debéis subir continuamente; debéis andar con los pocos, porque la muchedumbre escogerá la senda que desciende.
Por el camino a la muerte puede marchar todo el género humano, con toda su mundanalidad, todo su egoísmos, todo su orgullo, su falta de honradez y su envilecimiento moral. Hay lugar para las opiniones y doctrinas de cada persona; espacio para que sigan sus propias inclinaciones y para hacer todo cuanto exija su egoísmo. Para andar por la senda que conduce a la destrucción, no es necesario buscar el camino, porque la puerta es ancha; y espacioso el camino, y los pies se dirigen naturalmente a la vía que termina en la muerte.
Por el contrario, el sendero que conduce a la vida, el angosto, y estrecha la entrada. Si nos aferramos a algún pecado predilecto, hallaremos la puerta demasiado estrecha. Si deseamos continuar en el camino de Cristo, debemos renunciar a nuestros propios caminos, a nuestra propia voluntad y a nuestros malos hábitos y prácticas. El que quiere servir a Cristo no puede seguir las opiniones ni las normas del mundo. La senda del cielo es demasiado estrecha para que por ella desfilen pomposamente la jerarquía y las riquezas; demasiado angosta para el juego de la ambición egoísta; demasiado empinada y áspera para el ascenso de los amantes del ocio. A Cristo le tocó la labor, la paciencia, la abnegación, el reproche, la pobreza y la oposición de los pecadores. Lo mismo debe tocarnos a nosotros, si alguna vez hemos de entrar en el paraíso de Dios.
No deduzcamos, sin embargo, que el sendero ascendente es difícil y la ruta que desciende es fácil. A todo lo largo del camino que conduce a la muerte hay penas y castigos, hay pesares y chascos, hay advertencias para que no se continúe. El amor de Dios es tal que los desatentos y los obstinados no pueden destruirse fácilmente. Es verdad que el sendero de Satanás; parece atractivo, pero es todo engaño; en el camino del mal hay remordimiento amargo y dolorosa congoja. Pensamos tal vez que es agradable seguir el orgullo y la ambición mundana; mas el fin es dolor y remordimiento. Los propósitos egoístas pueden ofrecer promesas halagadoras y una esperanza de gozo; pero veremos que esa felicidad está envenenada y nuestra vida amargada por las expectativas fincadas en el yo.
Ante el camino descendente la entrada puede relucir de flores; pero hay espinas en esa vía. La Luz de la esperanza que brilla en su entrada se esfuma en las tinieblas de la desesperación, y el alma que sigue esa senda desciende hasta las sombras de una noche interminable.
"El camino de los transgresores es duro", pero las sendas de la sabiduría son "caminos deleitosos, y todas sus veredas paz". Cada acto de obediencia a Cristo, cada acto de abnegación por él, cada prueba bien soportada, cada victoria lograda sobre la tentación, es un paso adelante en la marcha hacia la gloria de la victoria final. Si aceptamos a Cristo por guía, él nos conducirá en forma segura. El mayor de los pecadores no tiene por qué perder el camino. Ni uno solo de los que temblando lo buscan ha de verse privado de andar en luz pura y santa. Aunque la senda es tan estrecha y tan santa que no puede tolerarse pecado en ella, todos pueden alcanzarla y ninguna alma dudosa y vacilante necesita decir: Dios no se interesa en mí.
Puede ser áspero el camino, y la cuesta empinada; tal vez haya trampas a la derecha y a la izquierda; quizá tengamos que sufrir penosos trabajos en nuestro viaje; puede ser que cuando estemos cansados y anhelemos descanso, tengamos, que seguir avanzando; que cuando nos consuma la debilidad, tengamos que luchar; o que cuando estemos desalentados, debamos esperar aún; pero con Cristo como guía, no dejaremos de llegar al fin al anhelado puerto de reposo. Cristo mismo recorrió la vía áspera antes que nosotros y allanó el camino para nuestros pies.
A lo largo del áspero camino que conduce a la vida eterna hay también manantiales de gozo para refrescar a los fatigados. Los que andan en las sendas de la sabiduría se regocijan en gran manera, aun en la tribulación; porque Aquel a quien ama su alma marcha invisible a su lado. A cada paso hacia arriba disciernen con más claridad el toque de su mano; vívidos fulgores de la gloria del Invisible alumbran su senda, y sus himnos de loor, entonados en una nota aún más alta, se elevan para unirse con los cánticos de los ángeles delante del trono. "La senda de los justos es como la luz de la aurora, que va en aumento hasta que el día es perfecto".
"ESFORZAOS A ENTRAR POR LA PUERTA ANGOSTA".
El viajero, atrasado, en su prisa por llegar a la puerta antes de la puesta del sol, no podía desviarse para ceder a ninguna atracción en el camino. Toda su atención se concentraba en el único propósito de entrar por la puerta. La misma intensidad de propósito, dijo Jesús, se requiere en la vida cristiana. Os he abierto la gloria del carácter, que es la gloria verdadera de mi reino. Ella no os brinda ninguna promesa de dominio mundanal; a pesar de eso, es digna de vuestro deseo y esfuerzo supremos. No os llamo para luchar por la supremacía del gran imperio mundial, mas esto no significa que no hay batallas que librar ni victorias que ganar. Os invito a esforzaros y a luchar para entrar en mi reino espiritual.
La vida cristiana es una lucha y una marcha; pero la victoria que hemos de ganar no se obtiene por el poder humano. El terreno del corazón es el campo de conflicto. La batalla que hemos de reñir, la mayor que hayan peleado los hombres, es la rendición del yo a la voluntad de Dios, el sometimiento del corazón a la soberanía del amor. La vieja naturaleza nacida de la sangre y de la voluntad de la carne, no puede heredar el reino de Dios. Es necesario renunciar a las tendencias hereditarias, a las costumbres anteriores.
El que decida entrar en el reino espiritual descubrirá que todos los poderes y las pasiones de una naturaleza sin regenerar, sostenidos por las fuerzas del reino de las tinieblas, se despliegan contra él. El egoísmo y el orgullo resistirán todo lo que revelaría su pecaminosidad. No podemos, por nosotros mismos, vencer los deseos y hábitos malos que luchan por el dominio. No podemos vencer al enemigo poderoso que nos retiene cautivos. Únicamente Dios puede darnos la victoria. El desea que disfrutemos del dominio sobre nosotros mismos, sobre nuestra propia voluntad y costumbres. Pero no puede obrar en nosotros sin nuestro consentimiento y cooperación. El Espíritu divino obra por las facultades y los poderes otorgados a los hombres. Nuestras energías han de cooperar con Dios.
No se gana la victoria sin mucha oración ferviente, sin humillar el yo a cada paso. Nuestra voluntad no ha de verse forzada a cooperar con los agentes divinos; debe someterse de buen grado. Aunque fuera posible que él nos impusiera la influencia del Espíritu de Dios con una intensidad cien veces mayor, eso no nos haría necesariamente cristianos, personas listas para el cielo. No se destruiría el baluarte de Satanás. La voluntad debe colocarse de parte de la voluntad de Dios.
Por nosotros mismos no podemos someter a la voluntad de Dios nuestros propósitos, deseos e inclinaciones; pero si estamos dispuestos a someter nuestra voluntad a la suya, Dios cumplirá la tarea por nosotros, aun "refutando argumentos, y toda altivez que se levanta contra el conocimiento de Dios, y llevando cautivo todo pensamiento a la obediencia de Cristo". Entonces nos ocuparemos de nuestra "salvación con temor y temblor, porque Dios" producirá en nosotros "así el querer, como el hacer, por su buena voluntad".
Muchos son atraídos por la belleza de Cristo y la gloria del cielo y, sin embargo, rehúyen las únicas condiciones; por las cuales pueden obtenerlas. Hay muchos en el camino ancho que no están del todo satisfechos con la senda en que andan. Anhelan escapar de la esclavitud del pecado y tratan de resistir sus costumbres pecaminosas con sus propias fuerzas. Miran el camino angosto y la puerta estrecha; pero el placer egoísta, el amor del mundo, el orgullo y la ambición profana alzan una barrera entre ellos y el Salvador. La renuncia a su propia voluntad y a cuanto escogieron como objeto de su afecto o ambición exige un sacrificio ante el cual vacilan, se estremecen y retroceden. Muchos procurarán entrar, y no podrán". Desean el bien, hacen algún esfuerzo para obtenerlo, pero no lo escogen; no tienen un propósito firme de procurarlo a toda costa.
Nuestra única esperanza, si queremos vencer, radica en unir nuestra voluntad a la de Dios, y trabajar juntamente con él, hora tras hora y día tras día. No podemos retener nuestro espíritu egoísta y entrar en el reino de Dios. Si alcanzamos la santidad, será por el renunciamiento al yo y por la aceptación del sentir de Cristo.
El orgullo y el egoísmo deben crucificarse. ¿Estamos dispuestos a pagar lo que se requiere de nosotros? ¿Estamos dispuestos a permitir que nuestra voluntad sea puesta en conformidad perfecta con la de Dios? Mientras no lo estemos, su gracia transformadora no puede manifestarse en nosotros."